Valeria y los pájaros

Como dijo el filósofo (?), hay pájaros y pájaros. Los de Hitchcock, por ejemplo, que encarnan los miedos oscuros de una colectividad y se abaten sobre ella, como una señal apocalíptica, sembrando el pánico y la destrucción. O los de Aristófanes, incitados a construir, entre el cielo y la tierra, una ciudad ideal, libre de los caprichos de los dioses y los excesos de los hombres.

Nada que ver con los pájaros de Valeria, pobrecitos. Estos se limitan a cruzar ante su ventana, a irrumpir en sus sueños, a revolotear en torno a su soledad, a poblar el silencio con sus voces. Y poco más.

¿Voces? ¿Presencias? ¿Espíritus? ¿Cómo poblamos el vacío, cómo suplimos las carencias? Y, sobre todo, la ausencia : ese hueco que dejan los que se van antes que nosotros, ¿cómo lo llenamos? ¿Dónde se aprenden la renuncia, la resignación, el olvido?

Valeria, desde luego, no ha querido aprender tales artimañas que el tiempo brinda a los presurosos. Decidió quedarse ahí, con la ausencia a flor de piel y pájaros en la cabeza, en el corazón, en el alma, en la salita de estar... Es la suya, sí, una soledad sonora, y su vacío, un vacío más bien repleto. De espíritus, de presencias, de voces. O sea: de pájaros.

Quedarse ahí, de acuerdo, pero muy lejos de la conformidad. A su manera, Valeria se rebela y busca, en un viaje inmóvil, lo que perdió sin haber tenido nunca. ¿El amor? Llamémoslo así.

La verdad es que la suya podía haber sido una historia de amor: de búsqueda del amor más allá de la muerte. Un drama sublime, en fin. Pero tuvo la mala suerte de que su destino cayera en manos de un autor propenso al humor y enconado por la política. Con lo cual su drama se convirtió en una comedia, su búsqueda en una intriga casi policíaca; y en cuanto a la sublimidad... corrió el riesgo de naufragar en las turbias aguas de la guerra sucia.

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