Lunes, 05 de Enero de 2015
Martes, 10 de Octubre de 2006

Confesiones a la hora de la pastilla...

Por Karina Mauro | Espectáculo 4.48 Psicosis

La reciente notoriedad alcanzada por la dramaturga inglesa Sarah Kane en nuestro medio, responde, en gran medida, a la seducción que siempre provoca la imbricación entre vida y obra de un artista, sobre todo cuando ambas revisten aristas trágicas. En escena, además de Crave, otra pieza de la autora, 4.48 Psicosis, que posee la cualidad adicional de ser una obra póstuma.

Hay una proposición que estructura 4.48 Psicosis: la relación del sujeto con lo que la sociedad, devenida medicina, puede hacer por él. Es decir, en qué medida los doctores y los fármacos pueden aliviar en algo su padecimiento. Y resulta que, literalmente, para la autora, ninguno de los dos puede hacer nada. Basta recurrir a uno de los parlamentos de la obra para expresarlo cabalmente: “Soñé que iba a la doctora y ella me dio ocho minutos de vida. Cuando yo había estado sentada en la puta sala de espera durante media hora.” Este planteo puede leerse como el devaneo de un candidato firme al suicidio y tranquilizarnos, o puede llevarnos a cuestionar las reacciones de la sociedad y de los sujetos frente al sufrimiento propio y ajeno. Siempre vislumbrado como un suceso que se desvía de la norma, el sufrimiento asusta. Hay que taparlo, empastillarlo, encerrarlo o adornarlo, pero siempre hay apuntar a su tratamiento, al sostenimiento de la aparente posibilidad de su desaparición. Lo que sostiene Kane es que al sufrimiento sólo puede padecérselo, rindiéndose a él y eso queda bien claro en las respuestas que ensaya a cada intento de ese personaje, entre ausente e imaginario, que dialoga con ella.
4.48 Psicosis es, por ello, una catarata de pensamientos, sensaciones, vivencias y padecimientos que parecen no tener principio ni fin, exacerbados por la desatinada mezcla entre patología y fármacos, entre lo que la cultura determina como locura y lo que la misma cultura ha intentado hacer con ella, muchas veces sin éxito. Dichos estados recortan sus bordes del fondo regular de las palabras que los formulan, casi sin matices para, en su repetición, acercarse de manera inquietante al público.

Bien podría haberse escondido este discurso perturbador detrás de procedimientos de la puesta en escena, sin embargo, y consideramos que de manera consecuente con lo que la obra propone, el director Luciano Cáceres ha optado por apostar a la ausencia de recursos que suavicen la palabra. Así, sólo vemos a la actriz Leonor Manso colocada en un siniestro asiento que la mantiene elevada/observada/presa, soltando las terribles parrafadas apoyándose, por un lado, en su notable desempeño verbal y por otro, en un manejo del cuerpo que busca no arribar nunca a la relajación, como puede observarse en los gestos faciales permanentes y en ese pie que permanece en tensión durante toda la obra. Sólo tiene por compañía la iluminación, la otra gran protagonista de la obra, que define y desdibuja su rostro en igual medida, y una catarata de pastillas, imagen, quizás, demasiado elocuente.

Frente a este ascetismo, hemos intentado recurrir al texto dramático para escribir esta reseña, pero luego hemos desechado esa estrategia, por considerarla impertinente, dado que implicaría traicionar la obra, buscando algo que ella no quiere dar. Si, como la misma Kane manifestaba, “el teatro no tiene memoria”, ¿por qué buscar la obra en el registro escrito? 4.48 Psicosis podría definirse como una palabra que es dicha, y al hacerlo, pasa y se pierde, característica que la puesta acentúa en su minimalismo. ¿Cómo recordar, en las mínimas variaciones de la puesta, todo lo que allí se dice? Al espectador sólo le queda, entonces, relacionarse con lo que está escuchando, en el momento en que sucede. Relacionarse con la intensidad del instante en que acontece. La característica distintiva de esta obra es que ese instante no es placentero, sino doloroso.

Y está bien que esto suceda, provocando el acercamiento del espectador al padecimiento de la autora, acaso como forma de traer algo del suyo propio. Ese momento irrepetible y único, que puede darse a los 48 minutos pasadas las cuatro o en cualquier otra hora, segundo o fracción de la existencia, es aquél en el que el sufrimiento es tan agudo, que el tiempo y el espacio se transforman en infinitos. Frente a un dolor que lo devora todo, que no entiende que hay “antes”, ni “después”, ni que puede existir el alivio que trae el paso del tiempo, el despojamiento de la puesta resulta oportuno para conseguir que sólo en la palabra se despliegue ese instante que puede llevar la vida.

Publicado en: Críticas

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