Es increíble todo lo que no sabemos de nuestra cultura criolla y de las antiguas culturas que han inmigrado a estas tierras. En cambio, creemos comprenderlas, las sentimos profundamente parte de nuestro pasado y de la trama cultural que identifica a este país. Sin embargo, ahí están los prejuicios, y con ellos los clisés que tiñen estas manifestaciones culturales de una mediocridad que no es merecida. Hablamos tanto del folklore criollo y sus disciplinas, como de las expresiones de pueblos como los españoles, italianos, polacos, etc.
Específicamente, nos referiremos a un espectáculo que está lejos, felizmente muy lejos, de la mediocridad de las lecturas superficiales de dichas manifestaciones artísticas o costumbres antropológicas. Se trata de La Cruzada, que entrelaza justamente el flamenco y el folklore criollo. Y lo hace con toda la distinción y la fuerza de la que estos géneros son capaces. Bailarines y músicos, exponen en escena el producto de una muy seria exploración, en absoluto ligera, de sus posibilidades técnicas y expresivas, sin rozar, siquiera, la chabacanería que solemos ver cuando se trata de estos géneros.
La historia de ambas culturas tiene poco en común. Quizás sí lo tienen la forma de expresar y asimilar el transcurrir de una vida sufrida a través del canto y la danza. Pero mientras el cante jondo gitano -una de las formas de la transmisión oral de un pueblo analfabeto- cuenta a través de la canción y el baile, la historia y las vivencias de un pueblo condenado a la discriminación y al nomadismo desde su salida de la India (año 1000), hasta su estadía miserable al sur de Andalucía, pasando por una época de difusión y profesionalización de cantores y bailaores durante el apogeo de los café-cantantes (desde mediados del siglo XIX), y de una occidentalización durante el siglo XX; el folklore argentino _lo comparte con gran parte de Sudamérica_ es producto de los antiguos ritmos y bailes cortesanos europeos americanizados _con todo lo que americanizar implicó de hibridaciones, fluyendo entre características europeas, indígenas y afro-americanas_ siendo la corriente de los salones y la del teatro las principales vías de penetración que luego bajaban a los centros de reunión de ciudades de menor importancia y asentamientos rurales. La tristeza o la algarabía de unos y otros, es más bien interpretación de época, pero sin duda las emociones son vivenciadas de muy diferentes maneras. Y eso se traduce en estéticas disímiles. Mas en La Cruzada, si bien unas y otras se ilustran claramente en sus diferencias, hay un reconocimiento de algunos rasgos que las unen, como el zapateo, y otros que se construyeron para aportar nuevas visiones. Aclara Adrián Vergés, director del proyecto: “Las uniones surgieron mágicamente, investigando, probando, hay muchas cosas en común y otras que definitivamente no. Eso fue lo más enriquecedor, ya que surgieron formas y ritmos nuevos, también letras como Vidala para mi sombra cantada por jaleos (un ritmo flamenco) o La añera por soleá, otro del estilo. La fluidez se logró a partir de probar y descartar. Lo más difícil fue el lenguaje corporal: como nuestros cuerpos estaban acostumbrados al flamenco o al folklore por antonomasia, trabajamos en poder pasar de uno a otro sin vernos ridículos. Eso se logró interiorizándonos en las danzas de los compañeros, tratando de descubrir por dónde pasan esas danzas”.
El espectáculo está construido de tal forma, que es un camino que nos invitan a recorrer, con paisajes luminosos, oscuros, ríspidos y llanos. Junto a la música, también producto de un diálogo entre folkloristas argentinos y tocaores flamencos -se destaca la cantante, crispante y bella-, y la sutil inclusión de videos de presentación delicadamente telúricos, están las escenas de danza de los dos varones, cultores del folklore, y las dos mujeres, prestigiosas bailaoras. Suceden cuartetos, dúos, y solos, muy finos por sus particularidades y sus uniones. Cuando bailan solos, demuestran lo que más les gusta hacer con una estética novedosa: Carito Echegaray baila unos fandangos; Clara Giannoni, bamberas; Matías Gallardo, una chacarera y Adrián Vergés, una zamba.
La potencia que se transmiten es tal, que no podemos dejar de notar que son hombres y mujeres, y que sin embargo no hay una lectura zonza de esa diferencia de géneros, una dualidad trillada y romanticona entre lo débil y lo fuerte. Nada de eso, nada de golpes bajos. Confiesa Vergés: “En los cuatro conviven lo masculino y lo femenino. No es casual que del lado del flamenco sean mujeres y del folklore hombres, ambos estilos son potentes y sensuales a la vez, son tristes y alegres, banales y profundos. En ambos conviven lo masculino y lo femenino antes de que lleguemos nosotros a ellos. Igualmente, calculo que a todos los que subimos a escenarios nos place gustar sin importar el sexo ni la edad. Queremos atraer todo el tiempo, el baile es sexual, puramente, ¿no?”.
Un espectáculo elegante para salir con la sangre fluyendo desmesuradamente.