“Rostros vacíos en las avenidas, árboles sin hojas, papeles en las zanjas: escritura en la ciudad” Alejandra Pizarnik.
Escribir en la ciudad, por encima. La ciudad como superficie áspera, escabrosa, llena de pliegues. Deviene “Baires”, modo simplificado, económico, en código parcialmente compartido. Inaccesible para el de afuera. Para el que busca en una cartografía extranjera. Y la ciudad se arruga, se vuelve sobre sí misma, amanece necesariamente gris.
No se trata de una comedia musical, sino de una tragedia. Esto no es una apreciación sino la descripción del subtítulo: Tragedia musical en un solo acto, que, por otra parte, no hace otra cosa que subrayar el término “frustrados” con el que se titula el espectáculo. Y aún queda otra aclaración paratextual: “Homenaje a la obra de Charly García”.
El espacio construido es metonímicamente urbano, pantalla incluida (o es que puede pensarse alguna ciudad que se precie, sin pantallas). Pocos rasgos, pero alcanzan para hacerlo reconocible.
Empieza por el final, pero eso lo sabremos después, cuando el círculo, finalmente, se cierre.
La pantalla propone un racconto, un recorrido hacia atrás que cose secuencias de la vida de los protagonistas, un lúdico trabajo con la imagen, original, sorpresivo. Superficie sobre la que se inscriben tiempos diversos y propuestas múltiples.
La apuesta de Valeria Ambrosio es por el riesgo: un musical que desde la dramaturgia compone unos apuntes borrosos, pero que también desde allí se interroga a sí mismo en tanto musical, se pregunta por cuestiones del género, tematiza su universo, esboza una sonrisa irónica. Articula el universo de los que ejercen el poder (de cualquier factor) y el de aquellos sobre los que el poder es ejercido. Demás está decir que los frustrados están en este último grupo. Sin embargo, quedarse en el nivel de la anécdota es un gesto de cierta ceguera, porque es necesario entender qué se juega con estas cuestiones. Alcanza con observar lo que sucede en la pantalla para encontrar las claves del juego.
La consigna, eso sí, es no leer literalmente. Los gestos, los guiños, son lo suficientemente claros como para entender que el arriba en el espacio, que el poder sobre los instrumentos musicales, que la atribución de ser “jurados”, que el vestuario, que las actitudes avasallantes (incluso con mención a problemática de género incluido) y que el ser mirado, los desplazamientos mayores en el espacio (la ausencia de refugio), los rasgos de la vestimenta, la actitud a pura pérdida, no deben atribuirse de manera unívoca a un grupo o a otro. ¿Qué sentido tendría en esa lectura unidireccional, la autorreferencia, la evidencia del artificio?
Por otra parte, el nivel de actuación de todos los integrantes del elenco, Luz Cipriota, Elis García, Juan Gentile, Mariana Jaccazio, Esteban Masturini, Juan José Marco, Belén Pasqualini, Roberto Peloni, es impecable y no quedan entonces palabras para decir lo que sucede con el acto de cantar y con los arreglos musicales de Gaby Goldman. Escucharlos es una gloria.
Como si fuera poco, la pantalla devendrá interfaz en vínculo colectivo con los espectadores (de un modo que corresponde no revelar) y en ese acto de cita al género, éste se resignifica y se amplía la frontera de lo que se puede decir.
Polémico, tal vez; arriesgado, sin duda. Profundamente vivo. Eso es lo que hace que el teatro valga la pena.